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Por: Manuel Ajenjo

Cuando le conviene, el huésped anaranjado de la Casa Blanca, cuya ropa de estar por casa debería ser la camisa de fuerza, recurre a las opiniones y peticiones de la gente para hacer su desquiciada voluntad. Un ejemplo, el 22 de enero, recién inaugurado su segundo período presidencial, tomó el plumón con el que suele trazar su megalómana firma, del tamaño de su ego, y dijo: “Hace años que la gente lo pide”, y a continuación plasmó su rúbrica, de la que vive enamorado, sobre el documento que designó a los cárteles mexicanos del narcotráfico “organizaciones terroristas extranjeras”.

La decisión presidencial fue publicada, posteriormente, en la página web de la Casa Blanca y dice así: “Las actividades de los cárteles amenazan la seguridad del pueblo estadounidense, la seguridad de EU y la estabilidad del orden internacional en el hemisferio occidental”.

Un paréntesis para deslindar del propósito de esta columna dedicada a las organizaciones mexicanas del narco, a otras dos facciones delincuenciales que fueron calificadas como organizaciones terroristas extranjeras: la banda llamada Tren de Aragua, surgida en una cárcel venezolana desde donde extendió sus actividades a otros países de América Latina y a EU; y la salvadoreña Mara Salvatrucha o MS-13, originada en las calles de Los Ángeles en los años 80, muchos de cuyos miembros fueron deportados a El Salvador.

La calificación de estructuras terroristas para los cárteles mexicanos surge, según nos lo hace ver Leire Ventas, corresponsal de BBC Nuevo Mundo en Los Ángeles, de una ley aprobada en 1996 que posibilitó a EU crear una lista de Organizaciones Terroristas Extranjeras y establecer mecanismos de persecución y sanciones específicas para las entidades incluidas en ella.

Para ser designado como un organismo terrorista, según la ley citada, deben cumplirse tres criterios: ser extranjero, participar en actos de terrorismo o tener la intención de hacerlo y ser “una amenaza para la seguridad de los estadounidenses o para la defensa, las relaciones exteriores o los intereses económicos de los Estados Unidos”. Es decir, de todos modos Juan te llamas.

Antes de que Donald Trump lo hiciera, fueron varios los intentos de aplicar el adjetivo de terroristas a los cárteles mexicanos. El Congreso lo propuso en 2011 al ocurrir la muerte de dos estadounidenses a manos de un grupo de narcos mexicanos, no se logró. En el 2019 tras el asesinato de nueve miembros de la familia mormona LeBaron, mujeres y niños con doble nacionalidad, se hizo otro intento malogrado.

Tuvieron que coincidir dos cosas: la multiplicación de las muertes provocadas por el fentanilo y la llegada del magnate anaranjado al poder para que los cárteles nacionales fueron considerados terroristas. Nadie en sus cabales podrá negar que los narcos mexicanos no son ángeles ni querubines, pero estarán de acuerdo que arrastran con ellos una gran cauda de complicidades tanto en México como en el vecino país del norte.

Puestos a calificar de terroristas a todos los cómplices de nuestros narcos, el elenco se torna más grueso que la lista de candidatos para la elección judicial. Comencemos por los locales: altos mandos del Ejército de diversas regiones; prominentes individuos de los tres niveles de gobierno; policías, jueces y fiscales. Vistas aduanales de ambos lados de la frontera. Banqueros de las dos naciones, lavadores de dinero. Autoridades estadounidenses —las debe de haber si no, ¿cómo?—. Brockers gringos de las drogas —sinónimo de cárteles—; narcomenudistas que abundan por avenidas y calles de las ciudades de EU; pero, sobre todo, fabricantes y vendedores mayoristas de armas.

¿Será capaz el Demonio Anaranjado en su hipócrita lucha contra las drogas poner un alto a la fabricación y venta de todo tipo de armas? Son muchos los intereses creados en torno a este tema y por ende, son muchos los terroristas de ambas nacionalidades.

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