Todo está supeditado a nosotros y al ahora, lo que nos exige ser guardianes en todo momento o situación. Por eso, nuestra principal tarea por este mundo es la de ser cuidadores, ya no sólo de uno mismo, también de lo que nos rodea. En consecuencia, ante esta realidad que a veces no queremos ver, la peor de las actitudes es la indiferencia. Vivir no es esto, es la atención mostrada y la diligencia en escuchar, para socializarse humanamente y poder hermanarse. Tan solo, de este modo, podemos dejar de maltratarnos y ser poesía. Claro está, para ello, hemos de despojarnos de este poder inhumano que nos deshumaniza por completo y enhebrar otros abecedarios más del alma que del cuerpo. Para empezar, tampoco me gusta esta atmósfera de absurdas dominaciones que te impide decidir tu propio camino, que te arrincona en la desocupación, restándote la libertad humana de elección. Desde luego, todo este clima de inseguridades es un verdadero tomento. Naturalmente, en demasiadas ocasiones, no sabemos qué hacer con nuestra vida. Sólo hay que ver las estadísticas del suicidio, el ambiente de las adicciones o el mismo aburrimiento que despide nuestra mirada, para tomar otros vientos y cuidar de nuestro propio espíritu humanitario.
Indudablemente, la ciudadanía en su conjunto, tiene que despertar. Por cierto, según recientes estimaciones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el trabajo forzoso y el matrimonio forzado han aumentado considerablemente en los últimos tiempos. El aluvión de amenazas, violencia, coerción, engaño o abuso de poder, es tan fuerte e impactante como la velocidad a la que se está derritiendo el hielo en la Antártida, tres veces más rápido que a principios de la década de 1990, lo que nos demanda acción por parte de todos. Asimismo, como efecto del deshielo de las capas marinas, se produce el aumento del nivel del mar, lo que pone directamente en peligro la existencia y los medios de subsistencia en todo el planeta. Junto a este caos, también cohabita entre nosotros, el oleaje de crueldades sembradas que nos están impidiendo generar vínculos, hacer genealogía, porque sus simientes son de odio. Urge, sin demora, salir de esta barbarie. Para ello se nos otorgó una conciencia, que ha de ponernos en situación de enmendar panoramas y de corregir estos fenómenos de explotación de la gente o ambientales. Las guerras, mal que nos pese, son igualmente elemento de desequilibrio ecológico y de incultura manifiesta.
Ojalá volviéramos al carro de la ciencia y la cultura, sería como hacer memoria y tomar consideración colectiva de la continuidad histórica del linaje, activaríamos además el modo de pensar y la manera de morar estando unidos. Sin duda, el deseo de una vida plena forma parte del anhelo de unidad. No hay calor de hogar sin acogida. Lo importante radica en no trastocar valores y en que sea la persona lo verdaderamente trascendental. El lenguaje del “tanto tienes, /tanto vales”, hay que reemplazarlo por el pulso del sentimiento. Por consiguiente, ante este bochornoso escenario, tenemos que movilizarnos para no ser cómplices de este mal. Arrojar luz sobre las prácticas abusivas y la violación de los derechos humanos, proyectar entusiasmo e ingenio humano para aminorar el círculo vicioso de este caldeamiento climático acelerado, son cuestiones de fundamento vivencial. En cualquier caso, los líderes mundiales no deben dejar que se evaporen las esperanzas de los seres humanos, en la apuesta por un planeta sostenible. Sin embargo, las matemáticas del cambio climático no engañan, como tampoco mienten las estadísticas de la esclavitud moderna. Corrijamos el rumbo, pues. ¡Qué no hay humanidad sin el cultivo del amor de amar amor!
Sea como fuere, con la indignación solo no basta, hace falta también comprometerse con renovadas alianzas; máxime en un momento de graves injusticias y multitud de crisis de todo tipo. La lista de “cosas por hacer”, debe agruparnos solidariamente, promoviendo un mundo más libre y menos opresor, más seguro y más certero. Estamos en el instante preciso de la renovación, de concebir la tecnología como un bien público mundial, de poner fin al flagelo de la explotación de la persona, lo que requiere un brío nuevo, en bloque y también global, por parte de los diferentes agentes que conforman la sociedad. Nada se derrota por sí mismo. Los Estados deben vigilar que su fuero normativo contribuya a encauzar el modo de ver al prójimo, a reconocer en el otro, sea quien sea, un ciudadano libre, dueño de sí y al servicio de los demás. Igualmente, las organizaciones internacionales deben contribuir a los enfoques de proximidad con modelos de comportamientos ejemplarizantes, liberados de todo tipo de prisión cultural, social o económica. Al fin y al cabo, todos necesitamos de la custodia de todos, del encuentro entre sí de corazón. Compartir estilos, con la fibra necesaria para poder superar los aprietos, nos hace familia, ¡rehaciéndonos humanamente!