Por Víctor Corcoba Herrero
En estos momentos de continuos trances, con un oleaje fuerte de pandemias y catástrofes naturales, a lo que hay que sumar un aluvión de contiendas absurdas, deberíamos ejercitarnos en saber vivir y en tender puentes. Ciertamente, hemos pasado uno por uno los límites. Urge, por consiguiente, aprender a reprendernos. Únicamente así podremos despertar y abrazar otros horizontes más armónicos y justos. Todo empieza por nosotros mismos. Ahora es el instante preciso para interrogarse y poder tomar decisiones. Hay que perseverar para fortalecerse, trabajar para no alejarnos del bien, resistir y ejemplarizar nuestras actuaciones de unión y alianzas. Hoy más que nunca, se hace preceptivo multiplicar los esfuerzos hacia el prójimo, volverlo próximo a nosotros, más allá de los frentes y de las fronteras.
Estos factores de estrés acentúan las desigualdades ya existentes y acrecientan el torrente de tormentos, que nos están dejando en la cuneta de la desesperanza. Por eso, es vital repensar el modo y la manera de coexistir entre sí, para superar tanto veneno sembrado, lo que requiere de actuaciones moderadas, firmes y respetuosas. Para empezar hemos de bajarnos de los pedestales y ponernos a servir abrazos que nos reconcilien armónicamente. Todo lo contrario a lo que se está haciendo, que es alimentar el descontento, para que los demagogos populistas puedan campear a sus anchas, utilizando la crisis para ganar votos, y vendernos a su propio negocio vengativo y cruel. Desde luego, con esta atmósfera tan repelente, no es fácil verter amor y esperanza.
Tampoco es imposible enmendar situaciones. Es verdad que la tristeza nos invade, pues llevemos alegría; que la discordia impera, pongamos acuerdo y coalición. Todo tiene solución, es cuestión de querer modificar actitudes, de emplearse a fondo en auxilio de las numerosas necesidades de las víctimas de este enjambre de aprietos, de superar la lógica de los intereses mundanos y de ponernos al servicio de la concordia, poniendo fin a toda contienda. Lo que no es de recibo, es cerrar los ojos frente a tantas injusticias expandidas, que nos están dejando sin ilusión alguna. En consecuencia, hemos de volver al sueño de desvivirnos por vivir, a corazón abierto, con la dignidad que nos merecemos como seres pensantes.
Esto requiere ser instrumentos de iluminación y conciliación a la vez, ante el desbordamiento de cantos de sirena de odio, que nos dejan sin palabras. De no hacerlo, las cosas van a empeorar más de lo que podemos imaginar, hasta nuestra propia destrucción como linaje. En muchos lugares del planeta sabemos que se dispara a nivel más alto el hambre, mientras en otros entornos se desaprovechan multitud de alimentos; también en otros sitios el espíritu discriminatorio acarrea un fuerte hostigamiento que llega a criminalizarse en bloque y a encarcelar sin motivo. La cadena de acontecimientos es tan caníbal, que a poco que nos adentremos en ella, nos tritura el alma. Deberíamos, entonces, impulsar la lucha contra la miseria y la opresión, activando en cada instante y circunstancia los derechos humanos.
Indudablemente, la realización de una convivencia entre los diversos y variados pueblos ha de ser más justa y más decente en humanidad. Entre tanto está siendo víctima de una corrupción de las estructuras sociales como jamás y de una expansión de los agentes del terror. La violencia que a diario respiramos es tremenda, salvaje y deshumanizante. Ello, nos exige ponernos en acción, a través de una profunda renovación anímica-moral y poética, mejor que política, que suele germinar corrompiendo hasta el mismo aire del diálogo. Vengan los poetas en guardia a poner orden y estética, donde habita el desorden y la mediocridad. Al fin y al cabo, la responsabilidad personal, la veneración a la vida y a los modos de morar y vivir, requiere de una estima poética en el centro de la vida social.
En cualquier caso, desfallecer es lo último, el mundo demanda de una conciencia que tenga su fundamento en el auténtico amor. Tampoco nos sirven las apariencias. Es cierto, que hoy requerimos de todas las mentalidades para configurar otro orbe, que preserve a la humanidad de viciarse, para concebir otro viento más níveo, capaz de renovarnos, tanto por dentro como por fuera. De esta forma, podremos romper la cadena que nos ahorca, una vez que nos reconozcamos en el otro como parte nuestra. Ahora bien, únicamente con la fuerza de la globalización no sirve, antes hemos de hermanarnos. Nos lo pide el derecho natural y el mismo hálito congénito. Claro está, para eso hay que conocerse y reconocerse antes, practicar el clemencia y ejercer una sana voluntad, que es lo que da valor a las cosas pequeñas.