A poco que nos adentremos en la realidad mundial, percibiremos un fuerte colapso y desorden, que parecen llevarnos al abismo, con multitud de llagas como la pobreza, las desigualdades, además de las discriminaciones diversas, que se profundizan en lugar de aliviarse. A esto tenemos que sumarle, el cansancio y el agotamiento de ciertos sistemas económicos, que lo único que hacen es incrementar, en la mayoría de las ocasiones, la polarización ideológica y el legado de la esclavitud. Desde luego, tenemos que ser más creativos, pero también más responsables, y dar una respuesta eficaz centrada en los derechos humanos.
La realidad es la que es, abundan los necesitados. Lo nefasto es quedarse con los brazos cruzados frente al “caos”. Indudablemente, es el período de acciones concretas, de clarear nuestras instituciones y de humanizar las sociedades. Es hermoso no cerrar fronteras y abrirse a la acogida, que el trabajador humanitario no sufra agresión alguna y pueda operar de manera segura a la hora de dar sustento, en virtud del derecho internacional. También es magnífico, si en verdad queremos detener los enfrentamientos, tomar otro espíritu más auténtico y decisivo, sobre todo para que los derechos humanos dejen de deteriorarse y se rejuvenezca el afán por un mundo más de todos y de nadie en particular.
Por eso, quizás nuestro primer deber en un mundo cada vez más complejo y en permanente transformación, sea el de trabajar unidos para que los sistemas económicos modifiquen su enfoque, se pongan al servicio de los ciudadanos, sin exclusión alguna, y no al amparo únicamente de algunos privilegiados. Con relativa frecuencia, olvidamos que una de las vías maestras para afianzar la concordia entre análogos, radica en una globalización que tienda a los intereses de la gran familia humana, lo que requiere también de una fuerte solidaridad integral, avalado todo ello por un código ético común, que ha de habitar en la conciencia de todo ser viviente.
El momento nos llama, sin duda, a prestar apoyo a los desfavorecidos. Algo va fundamentalmente mal en los Estados sociales y democráticos de derecho, que junto a este agotamiento de métodos y modelos financieros, acrecientan que el hambre aumente en todo el mundo. Esta labor requiere una apertura radical a la humanidad en su conjunto, ya que todo está relacionado, cuestión que puede ser profundamente ventajosa como también destructiva. Por consiguiente, hemos de tomar otros bríos más cooperantes, sobre las bases de la justicia social, la dignidad y los derechos de cada ciudadano.
No importa el lugar en el que se habite, lo que realmente nos concierne es hacer hogar, poner fin a esta contienda entre nosotros, a esta guerra despiadada, implacable y sin sentido contra la naturaleza, a esta batalla monetaria del tener y del poseer. Está visto que las autoridades tienen que hacer valer el derecho, también han de seguir promoviendo la agenda climática para preservar la estabilidad económica y financiera, sin obviar a esa política fiscal que debe cumplir su función, dirigiendo la ayuda especialmente hacia los más vulnerables. Evidentemente, hemos de poner la economía al servicio de los pueblos, para reconstruirnos como colectivo de casa común, o si quieren, de planeta único.
El caudal de la fortuna, puede ahogarnos con un mal uso. Esto nos exige abrirnos al mundo y acrecentar la dimensión comunitaria, protegiéndonos todos y no únicamente la identidad de los más fuertes, que acaba agotándonos con frías conexiones que no fraternizan. De ahí, la importancia, de repensar nuestros estilos de vida, así como las relaciones, la organización de nuestras sociedades; y, sobre todo, nuestros métodos y modelos financieros, que han de estar más atentos a los principios morales, propiciando la creatividad humana y su sueño de progreso colectivo como linaje, reorientando esta energía con cauces correctores, que favorezcan la convivencia y la paz. Por cierto, una armonía que nace de la justicia de cada uno, como siervos libres y en estado vinculante.