Está visto que nos necesitamos unos a otros. Además, cuidado con la hoguera que actives contra tu análogo, no sea que se extienda el fuego contra ti mismo. Al mismo tiempo, custodia tu codicia, puedes ascender pero también descender hasta arrastrarte. Únicamente quien sabe preservar lo ajeno puede salvaguardar lo propio. Al fin y al cabo, lo importante es saber mirar y ver, para poder encauzarse a través de un juego de miradas que se abrazan y se funden. No dejemos que se acumule el oleaje de dolor en nuestras vidas, el sufrimiento y las heridas que causa la soledad en los hogares, descubrámonos dejándonos acompañar, con paciencia y confianza en la acción de nuestras propias habitaciones interiores. A propósito, me quedo con el dictamen de Francisco de Quevedo, sembrado por la paradisiaca zona manchega de Torre de Juan Abad, que aún hoy resuenan por sus idílicos caminos: “Los que de corazón se quieren sólo con el corazón se hablan”.
La asistencia es primordial. Hagamos comunión de latidos en medio del desconcierto. Todos estamos llamados a una misión, la de sustentarnos en la comprensión mutua, sosteniéndonos con sentido responsable siempre. Sin comunidades adheridas a la senda de la vida, las familias se sienten solas y el aislamiento es el mayor de los calvarios. Necesitamos los pulsos del alma coaligados, descubrir el oxígeno viviente del verso y la mística palabra, reencontrarnos con la providencia, que es la que nos ha dado el sueño y la esperanza como compensación a los cuidados existenciales. Desde luego, precisamos más socorristas que nunca hacia los necesitados, los que están solos en sus casas, aquellos que tienen problemas familiares y no saben con quién hablar, o a qué puerta llamar para ser atendidos y entendidos, porque la cobardía se lo impide o han perdido la ilusión por vivir. Desvivirse por los demás, sin duda, es el mejor obrar.
En efecto, hemos de fomentar el mundo de las relaciones afectivas, haciéndolas efectivas y en modo de continuidad. La importancia de ayudarse y de establecer conexión, con el alma siempre en guardia que es la que nos sacia y protege, nos hace más humanos, porque donde reina el amor verdadero, allí está la felicidad. No la busquemos haciendo solitarios. A toda la especie pensante nos pertenece reconstruir vínculos e injertar anhelos sociales. Por desgracia, solemos echar la mirada hacia lo propio, olvidando que hay cosas que son de todos y que debemos cuidar. Compartir los miramientos es tarea que nos hará saltar de alegría, sin embargo tendremos que tener prudencia por si alguien se le ocurre quitarnos la tierra debajo de los pies. Indudablemente, cualquier escenario es posible por aquí abajo. De ahí la necesidad de globalizarnos, oyéndonos los latidos entre sí, para hermanarnos. Los amigos verdaderos son el más grande de los tesoros y el que menos nos solemos afanar por cultivar.
El ser humano, por sí mismo no hace nada, se muere entre sus miserias. Requerimos de los cuidados del amor hasta para sonreír y llorar, para reencontrarnos y hallar una respuesta a lo que soy y por qué existo. Bajo este abandono, las situaciones son tan terribles como temibles, por todos los puntos cardinales. Hemos perdido el rumbo. Tenemos que revolvernos contra nosotros mismos, trabajar en la reparación por el aluvión de males cometidos y de los daños causados. Será un acto de justicia universal donarse y enmendarse, salvaguardar la vida social, sentir la brisa conciliadora, reconciliada de sentimientos. Ganaremos paz en nuestras propias entrañas, reconociéndonos culpables y pidiendo clemencia. Reivindicar la tolerancia, nos reabre el diálogo sincero, con el manifiesto lingüístico, de restablecer la sujeción en el espíritu fraterno. De este modo, iremos mejorando las atmósferas y aquello que no pueda subsanarse del todo, con el cariño del acompañamiento, nos hará soportable la herida.