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Por: Diana N. Ronquillo

El sábado pasado se llevó a cabo la marcha anual por la equidad de género. Como cada año, las redes sociales se inundaron de polémica. Hay quienes ridiculizan la lucha de género, quienes la apoyan de manera incondicional y hasta radical, quienes niegan la desigualdad, quienes utilizan el evento como herramienta para perseguir sus intereses personales, y también quienes buscan cualquier conducta o incongruencia de alguna mujer para invalidar toda la causa.

El tema es y seguirá siendo polémico por muchos años. Autodenominarse “feminista” en cualquier mesa o espacio de comunicación siempre provoca alguna reacción. A veces es una mirada de decepción o alguna sonrisa burlona, aunque también pueden surgir puntos de vista empáticos o experiencias convergentes. No es común encontrar a alguien indiferente, o que reconozca abiertamente que no puede opinar porque no tiene conocimiento suficiente sobre el tema.

En mi opinión, la generalización y la bipolarización de la sociedad no conduce a la solución. Ni todas las mujeres son buenas, ni todos los hombres son malos. Tenemos un sistema de creencias sociales que no es responsabilidad de una sola persona o grupo, pero que finalmente obstruye la implementación de soluciones al problema.

El Derecho ofrece muchas vías para combatir la desigualdad. El derecho a la igualdad entre el hombre y la mujer no es nuevo, y se han desarrollado múltiples herramientas de interpretación jurídica que son de gran utilidad para instrumentar el cumplimiento de la legislación. Existen, por ejemplo, el test de igualdad o el Protocolo para juzgar con perspectiva de género que emitió la Suprema Corte de Justicia de la Nación en 2013, que abordan la desigualdad jurídica de manera racional y objetiva, minimizando el margen a la arbitrariedad o la emotividad que no tienen cabida en un Estado de Derecho. No obstante, la solución no se limita al campo jurídico.

Es cierto que el cumplimiento de las leyes depende en gran medida de la capacidad de las autoridades para combatir la impunidad, pero también guarda una estrecha relación con la percepción que tiene la sociedad de su legitimidad. Una ley o reforma que es contraria a las creencias o sesgos que se encuentran muy arraigados en la sociedad, tiene menos probabilidades de ser cumplida.

Así, una reforma que ordene o extienda los permisos laborales de maternidad no será suficiente si la sociedad conserva la creencia de que las madres trabajadoras tienen un instinto maternal disminuido. Una ley que establezca un sistema de remuneración de cuidados maternales no será fácil de implementar, si la sociedad sigue pensando que el amor maternal solo es auténtico si se manifiesta de manera gratuita.

Las reformas que se han implementado para tipificar y penalizar el feminicidio tampoco serán suficientes, si no se hacen esfuerzos para revertir las creencias sociales que influyen en la comisión de este delito, como la correlación entre el grado de masculinidad de un hombre, en función de su capacidad de controlar a las mujeres que le rodean.

En el campo profesional, la legislación prohíbe claramente la discriminación, y ordena una igual remuneración para hombres y mujeres, pero en la práctica, el crecimiento de las mujeres se ve obstaculizado por la creencia social que concede un valor elevado a la función estética o sexual de la mujer, en contraste con sus méritos profesionales o académicos, lo que no ocurre con los hombres. También afecta la creencia de que la mujer debe ser complaciente y abnegada, pues genera un sesgo en contra de las figuras femeninas independientes o asertivas, características que se relacionan directamente con el éxito profesional.

Además de los esfuerzos en el campo del Derecho, el combate a la desigualdad estructural de género requiere de una apertura y flexibilidad por parte de la sociedad misma, que hoy parece todavía muy lejana.

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