Ya hemos hablado en este espacio de que la competencia no es un fin en sí misma, sino una herramienta para que se produzcan mejores bienes y servicios, se haga espacio a nuevas ideas, se atraiga al mejor talento, y como consecuencia los consumidores paguen menores precios. Esto requiere leyes e instituciones para emparejar el piso para todos los contendientes, evitar que se pongan de acuerdo entre sí, asegurarse de que no abusen de su poder, eliminar las barreras para nuevos entrantes a la actividad económica, construir una cultura de competencia y hacer cumplir las reglas. Por diseño, estas leyes e instituciones no aplican en otros ámbitos distintos al económico.
Pero ciertamente, otras actividades, especialmente la política, requieren reglas similares para fines semejantes. Estamos hoy viendo precisamente lo contrario en la arena política mexicana: manos que cargan la balanza hacia el lado preferido, se pacta hacer como que se compite, destrucción rutinaria de contrapesos, descalificaciones al árbitro, y que éste solito se preste a ratificar que una contienda que suena, huele y sabe a elección primaria para elegir candidatos presidenciales, es otra cosa.
Recordemos que, por condición humana, el poder -sea económico, político o de cualquier otra índole- es tan apetitoso que, ya que se tiene, no hay ningún incentivo para someterse a competencia voluntaria. Y esto no solo ha pasado entre partidos y empresas, sino entre personas, con una clara línea de género. Históricamente, han sido hombres quienes han ocupado los puestos de liderazgo empresarial y gubernamental, haciendo grilla y negocios entre cuates
No obstante, en política federal mexicana estamos viendo un fenómeno distinto: con ayuda de las intervenciones apropiadas para corregir las condiciones sistémicas construidas por y para privilegiar los cotos de hombres afines, las mujeres ocupan crecientemente candidaturas y eventualmente posiciones de liderazgo. En asuntos públicos, las mujeres están compitiendo y llegando.
Dado que las mujeres constituyen poco más de la mitad de la población mexicana, tienen actualmente similares niveles de educación y de hecho mejores resultados académicos desde hace años, esto no debería ser sorpresa. Pero como ahí siguen las brechas salariales, de formación y de representación en ámbitos masculinizados, y una muy desigual participación en las labores de cuidado, no es fácil.
A pesar de esto, hoy son mujeres las dos más fuertes candidatas a la presidencia de la República; la presidenta del INE, de la Suprema Corte, de las Cámaras de Diputados y Senadores, del INAI, de la Cofece y del Banco de México; y las titulares de las Secretarías de Gobernación, de Seguridad y Protección Ciudadana, Relaciones Exteriores, Medio Ambiente y Energía.
No cabe duda que algunas de ellas brillan por su falta de experiencia, por su ineptitud posible o probada, por su corrupción o servilismo, porque accedieron al puesto cuando había otro candidato supuestamente más calificado. Muchas de ellas, tristemente, no conocen ni defienden las causas de género; ignoran la cantidad de condiciones fortuitas y privilegios, o combinación de ambos, que les permitieron llegar a sus posiciones, y se engañan a sí mismas pensando que a ellas la meritocracia les hizo justicia.
Pero no hay una condición humana o deficiencia que señalemos de estas mujeres, para la que no tengamos un ejemplo inmediato de un hombre que la padece y ha ocupado ese mismo puesto o uno muy similar. Ni que el patriarcado nos hubiera regalado una pasarela de rock stars ocupando altos cargos públicos y privados. Sobran ejemplos de gobernantes y líderes de empresas corruptos, ineptos, fraudulentos, desalmados para vender con engaños productos nocivos para la salud, y que además tercerizan todas las cargas de crianza y cuidados a mujeres no remuneradas, para que ellos puedan brillar.
Negarle de plano el acceso al poder a todo un grupo, como ha sido en el pasado el de las mujeres, solo por serlo, reduce el pool de talento sin ninguna ventaja a cambio. Insistir en que no hay candidatas o que siempre hay un candidato aparentemente superior, perpetua la disparidad sin beneficio de por medio, desincentiva a las niñas a perseguir esas carreras y profundiza la percepción de no estar representadas.
Ahí vamos en política federal mexicana, con reglas que abren estos espacios a las mujeres. Ahora solo falta aplicar a todas las personas que los ocupan los mismos estándares para juzgar su desempeño, e investigarlos y sancionarlos si abusan de ese poder, sea económico o políticos.