Desde siempre, tender la mano como verter sonrisas o abrazar al desvalido, ha sido un necesario lenguaje del corazón, que cualquiera requerimos en algún momento, máxime en una época con tantos frentes abiertos y con las barreras de la indiferencia en permanente ejercicio, lo que nos hace que seamos incapaces de finalizar con el maltrato social e institucional. Las personas más débiles, que son aquellas que viven en la miseria, continúan siendo blanco de actitudes hostiles. Solemos estigmatizarlas, faltándoles al respeto, bajo el paraguas de la exclusión y apartándolas del propio sistema, culpándoles de la situación, sin ahondar en los verdaderos motivos que han originado este contexto. Desde luego, estos injustos escenarios, deberían hacernos repensar a todos. Comenzando por las instituciones, activando la protección social necesaria. Y finalizando por la ciudadanía, en su conjunto, removiendo el propio interior para acoger y ayudar a esas gentes hundidas, sin horizonte alguno, enterradas en vida ante las vicisitudes. Lo importante, sin duda, es tomar la condición de servidor y no servirse de nadie.
Mantener la mano tendida, lo sé, no es fácil; pero es muy importante para dar a nuestra savia personal un sustento de servicio que nos realice, así como una subsistencia social en la dirección adecuada. Más pronto que tarde, hemos de fraternizarnos, lo que conlleva apoyar ese grito silencioso de multitud de desamparados que apenas tienen lo indispensable para vivir y nada más, aunque el mísero tampoco tiene ni siquiera lo indispensable. Por ello, es vital comprender la necesidad de algunas personas y cómo las diversas formas de violencia y dominación interactúan entre sí y afectan a las personas que malviven en la escasez. Experimentar a diario esta inmoralidad nos deshumaniza por completo, algo verdaderamente destructivo, hasta el extremo de volvernos leones entre sí; en una selva sin principios ni valores, lo que supone una pérdida catastrófica de potencial humano para la sociedad. Por consiguiente, extinguir las múltiples pobrezas no es un trance de compasión, es una práctica de justicia y una manera de conciliarnos, haciendo de nuestra vida una ofrenda de comunión.
De entrada, sería saludable interrogarse, sobre las cadenas de abandono, aislamiento e infortunio que nos asolan. ¿Acaso soy justo si mi análogo se halla todavía encadenado a la insuficiencia? A poco que nos adentremos en la observación; veremos que, por todos los rincones del planeta, se acrecientan el número de desfavorecidos. Atmósfera que pone en peligro la satisfacción de las necesidades básicas. Por otra parte, en el mundo global actual, aparece con mayor claridad que únicamente se construye la concordia sí se asegura la posibilidad de un crecimiento razonable. Así, y como revela un reciente informe de Naciones Unidas, la indigencia, las desigualdades, los desplazamientos, los conflictos, el cambio climático, la explotación sexual y la inseguridad alimentaria, son algunos de los lastres que afectan a cada vez más niños en el mundo. En este sentido, los jóvenes no son un problema que haya que resolver, más bien son un activo en el que hay que invertir. No en vano, el gran capital que ha sido puesto en nuestras manos es el amor de amar amor, fundamento de nuestra crónica y fuerza de nuestro camino.
Lo mismo sucede con nuestros mayores, o en cualquier otra etapa de la vida, la dificultad muchas veces habita en la pobreza de la realidad, en la ausencia de afecto y en la falta de valor a la hora de compartir. En efecto, sólo hay que ver la desunión, los derechos humanos que son violados constantemente o la falta de un trabajo decente para todos, lo que debe contribuir a generar nuevas alianzas que modifiquen estilos de vida, modelos de producción y de consumo, con estructuras de poder que deben cambiar, a fin de encontrar medios cada vez más eficaces para lograr una distribución equitativa de los recursos, reduciendo el desnivel entre quien lo derrocha y quien no tiene ni siquiera lo necesario para mantenerse. Son tantas las pobrezas cotidianas que nos asaltan, que los pobres son una multitud. Esto nos demanda a que participemos nuestro aliento, tanto el anímico como el pan de cada día, lo que nos exige que multipliquemos la pasión por reavivar nuestra hoja de asistencia a toda existencia. Al fin y al cabo, una sociedad será floreciente cuando la mayor parte de sus miembros son poetas en guardia, con alma de poesía.