“Sufro desnutrición extrema, por lo que no podía amamantarlo”, lamenta la sudanesa Ansaf Omar. Esta mujer llora desde hace un mes la pérdida de su hijo de un año y medio, muerto de hambre a semejanza de decenas de menores más en el campo de desplazados de Kalma, en la región de Darfur.
“Lo llevé a todos lados, a los hospitales, a los dispensarios, pero acabó muriendo”, cuenta a la AFP Omar, de 34 años, instalada desde el inicio de la guerra de Darfur en 2003 en este campo en la periferia de Nyala, capital de provincia de Darfur meridional.
En esta región fronteriza con Chad, las consecuencias del hambre son particularmente dramáticas, pero la desnutrición avanza en todo Sudán, uno de los países más pobres del mundo: 15 de sus 45 millones de habitantes la sufren.
Tres millones de niños de menos de cinco años presentan desnutrición severa, según la ONU. Y entre ellos, “más de 100.000 niños corren el riesgo de morir si no se les atiende”, advierte Leni Kinzli, responsable de Comunicación del Programa Mundial de Alimentos (PAM) en Sudán.
Un tercio de los menores de cinco años están “por debajo de la estatura media a esta edad” y casi la mitad de los pueblos y aldeas tienen “una tasa de retraso del crecimiento del 40%”, alerta la ONG Alight.
En Kalma y sus alrededores, esta organización contabilizó en sus centros 63 muertes de menores por hambre en 2022.
En 2022 el hambre aumentó tras el golpe militar de octubre de 2021, que provocó el cese de la ayuda internacional como reacción.
El año pasado, se produjo “un aumento masivo de las admisiones y las demandas de servicios de nutrición de urgencia” en Kalma, explica a la AFP la directora de operaciones de Alight en Sudán, Heidi Diedrich.
La ONG acogió a “863 nuevos niños, un 71% más que en 2021”. Y el aumento de inscritos ha ido acompañado de un aumento de decesos: “un 231% más que en 2022, todos, niños de más de seis meses”.
En uno de los centros de Kalma, Hawa Suleimán, de 38 años, espera que le den algo de comida para su bebé.
“En nuestra casa no hay nada de nada, muchas veces nos acostamos con el estómago vacío”, lamenta.
En Sudán, los problemas económicos se acumulan: el embargo de la época de Al Bashir vino seguido de la pandemia de Covid-19 y ahora, otras crisis humanitarias como la de Ucrania aumentan el precio de los alimentos y entran en competencia directa por la recepción de ayudas.
A lo largo de los años, el PAM ha reducido a la mitad las raciones alimentarias para los refugiados y desplazados de Sudán “debido a las restricciones presupuestarias”, admite Kinzli.
Las organizaciones humanitarias se encuentran ahora en una “situación insostenible en la que tienen que elegir a quién ayudar”, explica. “Es desgarrador”.
Tras los recortes, la ayuda alimentaria no basta para Nuralsham Ibrahim, de 30 años y madre de cinco hijos.
Pero trabajar alrededor de campo es peligroso y tampoco le da dinero suficiente para alimentar a su familia.
En un país en recesión total, con la inflación por las nubes y la especulación desbocada, “incluso el pan es demasiado caro”, afirma.
Ansaf Omar no se atreve a salir del recinto de Kalma, ubicado en un sector donde se producen conflictos tribales por la tierra de forma regular. En todo el país, los estallidos de violencia dejaron un millar de muertos en 2022, según la ONU.
“Nunca nos dejan en paz cuando salimos a buscar trabajo”, dice Omar. “Las mujeres son violadas y los hombres, asesinados”.
Un precio demasiado alto para ganar, con suerte, menos de un dólar al día.